Por José Segovia Pérez. Filósofo y escritor.
En La
estructura de las revoluciones científicas Thomas Kuhn define paradigma
como “modelo único de investigación”. El Almagesto
de Ptolomeo fue el paradigma de la física hasta la llegada de Newton. Sus Principia Matemathica de 1687 barren de
un plumazo las teorías físicas anteriores en todo el mundo. Bueno…, menos en
España, donde todavía 100 años después el benedictino Feijóo dice que en España
ser antiaristotélico es tener vocación de mártir. ¡Qué digo en la España del
XVIII! ¡Aún en la España imperial de la posguerra civil y en su gloriosa
Facultad de Filosofía y Letras! el que les habla tuvo que soportar la enésima
versión, cada una peor que la anterior, de las cinco vías de Tomás de Aquino,
la inmarcesible definición de materia prima de Aristóteles, la inefable
justificación de la existencia del mal en el mundo y demás, como si fueran
teoremas, es decir, ¡verdades demostradas en un cálculo!, que es lo que
significa la palabra teorema.
Deseemos que lo que pasó en España en la historia
de la ciencia no suceda para siempre con la vivienda. Es lamentable, pero la política
de vivienda no puede someterse a la búsqueda de un paradigma porque la vivienda
no es susceptible de convertirse en una teoría científica, sino en un festín,
como dice Julio Vinuesa en su último libro.
Los promotores de este curso
señalan que “En España… los problemas con la vivienda, a pesar de tener una
gran complejidad y un profundo carácter social y político, generalmente son
objeto de un reduccionismo economicista, como si solo interesasen en clave de
mercado: inversión, oferta, posibles compradores, financiación, precios,
empleo... Su significado social aparece en los medios sólo en los casos de
extrema conflictividad. Con todo, este
curso se propone seguir debatiendo…, para que la acción de los poderes públicos
se centre en satisfacer las necesidades de un alojamiento digno y adecuado para
todos los hogares, y no, como ha ocurrido hasta ahora, en su carácter de activo
económico”. (Julio Vinuesa, José María de la Riva, promotores del curso).
Precisamente
quería utilizar dos trabajos
suyos (Julio Vinuesa, El festín de
la vivienda, Díaz y Pons, Madrid, 2013, y José María de la Riva, Hacia
un nuevo paradigma para la vivienda, El País, Madrid, 13 de
septiembre de 2015) como soporte para repetir algunas de las verdades del
barquero que enuncian en esos trabajos y que aquí llevamos repitiendo año tras
año sin que las masas sociales y los poderes públicos se queden anonadados por
esas verdades y se pongan a la tarea de llevarlas a la práctica, no porque
tales ideas sean revolucionarias y auguren una nueva época de progreso para la
polis, sino por la sencillez y evidencia de sus enunciados.
Volviendo la vista a lo que nos rodea,
deberíamos caer en la melancolía que
dice Ortega que produce todo esfuerzo estéril e inútil. Pero cometeríamos un
error si caemos en esa trampa. La razón es sencilla y la ejemplificaré.
Como yo ya soy viejo y voy viniendo a menos,
debo ir todos los días al gimnasio, no como hacía en la juventud, para ponerme
“cachas” y ser consciente de esa omnipotencia física propia de la adolescencia,
omnipotencia que luego produce nostalgia pero no añoranza. Me conformo ahora
con hacer todos los días ejercicios no de desarrollo sino de rehabilitación, de
manera que cuando alguien me pregunta que cómo me encuentro de salud, contesto
estoicamente: no estoy peor, luego estoy mejor.
En efecto, ya no se trata de avanzar y estar
mejor, sino solo de frenar lo que se
pueda la entropía que afecta a lo que los medievales llamaban nuestro
“subiecto”, es decir, nuestro “chasis”, el conjunto de nuestros accidentes
“inhesionados” por esa cosa que Aristóteles llamaba la “sustancia” y que no
hemos visto nunca.
Obtengamos la moraleja: al cuerpo social le
pasa, mutatis mutandis, lo que al “subiecto”
individual. Si tras todos los denodados esfuerzos que ha dedicado la mejor
parte de la especie humana, esa que justifica al mundo con su sola presencia,
frente a los golfos que nos avergüenzan por pertenecer a la misma especie que
nosotros, la situación es la que es y seguimos viendo niños ahogados en esas
playas del Mediterráneo que eran la segunda piel de Albert Camus, porque no nos
caben en la bañera de casa. ¿Cómo sería el mundo sin esos denodados y altruistas
esfuerzos? Sin duda, sería mucho menos ético y estético.
Sin embargo, en la historia de la humanidad
que, dicho sea de paso, no tiene propósito alguno discernible, ni tiene una
meta marcada por ninguna mente exterior al propio mundo, es posible rastrear
con mucha humildad y modestia, algunas líneas de desarrollo cuyo ideal parecieron
anticipar Flaubert y Marguerite Yourcenar cuando recuerdan que “hub0 un tiempo
entre Cicerón y Marco Aurelio en que los dioses habían muerto y Cristo aún no
había llegado: ¡sólo estaba el hombre! Laico, autónomo, libre – no alienado –
antesala de ese Superhombre entrevisto por Nietzsche y Camus.
Luego vinieron las mistificaciones, pero un
preludio de ese momento muy bien pudo ser ese desconcertante e inesperado
momento de la fundación de la polis griega,
la ciudad política, laica, democrática, con todas las impurezas posibles, pero
fue un momento alentador.
Dada esa esterilidad del esfuerzo repetido
obsesivamente en vano, me ha parecido útil y, por lo menos grato y nostálgico, revivir
ese momento único en que, al margen del desarrollo revolucionario de la filosofía,
las matemáticas, la arquitectura, el teatro, la tragedia y algunas pequeñeces más,
los griegos inventaron la ciudad política.
He utilizado para ello dos fuentes de iluminación
magníficas que nunca dejo de releer abriéndolas por cualquier página, como
dicen que se debe releer El Quijote
tras haberlo leído entero las primeras veces (digo “las” porque en mi Ingreso
de Bachillerato había una asignatura única y esplendorosa: clase de Lectura,
cuyo tema, todo el curso, fue El Quijote,
leído y releído varias veces).
Esas dos fuentes son:
-
Werner Jaeger, Paideía: el ideal de la cultura griega, escrita
entre 1933 y 1944
-
Lewis Mumford, La ciudad en la
historia, ed. Pepitas de Calabaza, Logroño, 2012. La primera edición es de
1961.