sábado, 25 de noviembre de 2023

LA DESPOBLACIÓN Y EL IRRESISTIBLE "EFECTO IMAN” DE LA CIUDADES

 “Los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía”, pero a riesgo de sufrir las consecuencias de no atender la advertencia de Ortega y Gasset, recordaré algunas de las cosas que escribí hace casi cincuenta años, cuando estaba elaborando mi tesis doctoral. Sé que no servirá para hacer reflexionar a los “adanistas”, que piensan que no ha habido nada antes de ellos, ni a quienes ahora hacen política, buscando réditos abanderando la causa de las “españas vaciadas”, víctimas de la irresistible atracción de las ciudades.  

Me limitaré a recordar y comentar aquí algunos de los párrafos de aquel artículo (Las políticas desconcentradoras y el crecimiento de Madrid).

 

Para los que piensan que estamos ante un fenómeno de ahora que hay que revertir:

 

-        En el Censo de 1887 se decía: "Como ya se hizo notar en el Censo de 1877, nuevamente está confirmada la tendencia de las poblaciones rurales a trasladar su domicilio a los grandes centros."

-        Entre 1900 y 1970 el porcentaje de población que reside en ciudades de más de 100.000 habitantes pasa del 3,4 a 36,8 %.  

 

En los últimos cincuenta años ese porcentaje sólo ha crecido hasta un 39,9%. El éxodo rural, el proceso de despoblamiento de las áreas rurales, se produjo en su inmensa mayor proporción antes de 1970, acentuado por el despegue del desarrollo económico que busca la eficiencia, mediante la concentración de los escasos recursos disponibles entonces en aquellas áreas donde las inversiones serían más rentables. Ese modelo de desarrollo acrecentó los desequilibrios entre las distintas regiones y entre los soportes físicos y las actividades humanas de muchos territorios.

 

Se "descubre" ahora que se “vacían” unos territorios ya prácticamente abandonados hace medio siglo. Saltan ahora las alarmas, pero no porque sean nuevos los casos de pueblos deshabitados o de vastos territorios con densidades que no cubren los umbrales de demanda necesarios para hacer posible el mantenimiento de unos mínimos niveles de calidad de vida. Lo que se descubre ahora son los potenciales réditos políticos de la utilización de un relato victimista. La España vaciada se dice, como si hubiese culpables concretos de tal sustracción. 

 

Hay que recodar que ya en los años 50 había conciencia de las graves consecuencias del proceso de redistribución espacial de la población que se estaba produciendo en España. La primera Ley del Suelo (mayo de 1956) señala en su preámbulo: 

 

"La acción urbanística ha de preceder al fenómeno demográfico… [debe] limitar el crecimiento de las grandes ciudades y vitalizar, en cambio, los núcleos de equilibrado desarrollo”

 

Un año y medio más tarde, noviembre de 1957, se aprobó la Ley de Urgencia Social de Madrid, en la que por primera vez se iban a dictar normas concretas dirigidas a frenar el proceso de concentración, con el inútil empeño de “ponerle puertas al campo”. En su artículo 30 textualmente se decía: 

 

"El Ministerio de la Gobernación y el de la Vivienda dictarán las disposiciones pertinentes para que dentro de lo dispuesto en el Fuero de los Españoles se ordene el acceso a la capital y se condicione el asentamiento definitivo de familias o personas a la previa demostración de poseer medios de vida suficientes, vivienda adecuada, ocupación estable y permanente o la existencia de cualquier causa legítima que justifique su cambio de domicilio." 

 

El nombre de la ley indica que la preocupación principal no era la despoblación del campo, del que los inmigrantes llegaban en oleadas huyendo de la pobreza, sino frenar el explosivo crecimiento de la capital, rodeada de un cinturón de infravivienda donde a principios de los años sesenta malvivía una décima parte de la población. 

 

Un año después (diciembre de 1958) se ponía en marcha la política de “Núcleos Urbanos de Descongestión de Madrid y demás Comarcas de Inmigración Intensiva". Se trataba de actuar sobre una serie de núcleos urbanos, básicamente creando en ellos suelo residencial e industrial para favorecer la localización de empresas que gozarían además de beneficios fiscales. En este caso se pensaba también en corregir los desequilibrios.

 

“…a fin de atraer hacia ellos [Toledo, Alcázar de San Juan, Aranda de Duero y Guadalajara] un contingente de población que, en otro caso, afluye, naturalmente, hacia el área metropolitana de Madrid. Su intención es la de moderar el intenso crecimiento de la capital …  para iniciar una verdadera colonización de la región y superar la situación actual en la que la gran ciudad se halla rodeada de una amplia región en condiciones de inferioridad económica y que presenta un patente desequilibrio humano, social y territorial"

 

Ninguna de estas actuaciones, ni los sucesivos Planes de Desarrollo, tuvieron éxito en cuanto a la descongestión ni a los reequilibrios. Al margen de los enunciados de los documentos oficiales, hasta los años 70 la verdadera prioridad era salir del subdesarrollo económico y corregir los déficits de vivienda, de infraestructuras y de equipamientos derivados del crecimiento “explosivo” de las grandes ciudades. A su vez, la población que abandonaba el medio rural para incorporarse al desarrollo en las grandes ciudades o en el extranjero era parte necesaria y beneficiaria del proceso de crecimiento económico. 

 

Mediados los años 70 los flujos migratorios se fueron debilitando por el lógico agotamiento de las poblaciones de los territorios que los alimentaban. El despoblamiento que había comenzado más de cien años antes se estaba consumando irreversiblemente. 

 

El “no nacido” IV Plan de Desarrollo (1976-1979) tenía un enfoque centrado en “la vertebración del territorio”. Ya en otra fase del desarrollo, en sus estudios previos, propugnaba una más equilibrada organización del sistema de ciudades en busca del equilibrio territorial, pero con el cambio de Régimen se abandonó la política de planificación que desde el Plan de Estabilización de 1959 había dirigido un desarrollo económico eficaz pero territorialmente desequilibrado.

 

La nueva organización político-administrativa tras la Constitución de 1978 deja las competencias de ordenación del territorio en manos de las Comunidades Autónomas que, salvo algunas excepciones, no la ejercen de forma positiva. Por el contrario, se pone de manifiesto una total falta de coordinación y cooperación interadministrativa, agravada por el predominio de estrategias de competitividad entre territorio y ciudades.  Por ejemplo, las proclamas en favor de la igualdad y la sostenibilidad se contradicen en la práctica por la persistencia de atavismos poblacionistas. Ganar o perder población se ven como claros signos de progreso o declive, lo cual inciden positiva o negativamente en la valoración que los electores hacen de los gobiernos locales. Para muchas ciudades competir en crecimiento demográfico es un objetivo esencial. 

 

Ahora estamos en un periodo de la historia con diferencias fundamentales en lo económico, lo social, lo tecnológico …, pero el conocimiento de su historia es imprescindible tanto para definir como para afrontar los desequilibrios territoriales. En 1967 Pedro Bidagor, responsable absoluto del urbanismo a nivel nacional desde 1940, refiriéndose a la “necesaria” descongestión de Madrid, afirmaba en relación con el escaso éxito de las políticas que:

 

"el mayor obstáculo con el que se tropieza es la natural resistencia de quienes hayan de sufrir una merma en sus ilusiones especulativas, que, como es natural, tratarán de ofrecer soluciones diferentes que, de manera más o menos velada, propugnen por el mantenimiento de la situación actual, conducente al crecimiento en "mancha de aceite", que revaloriza los terrenos circundantes y abre amplio y fácil campo a toda clase de especulaciones sobre el suelo".

 

A pesar de los cambios habidos, permanecen, lógicamente, los criterios que guían las decisiones empresariales a la hora de localizar sus inversiones aprovechando las ventajas de las ciudades. Sin embargo, no tenía justificación entonces ni la tiene ahora la, ya tradicional, falta de coordinación entre administraciones ni la ausencia de actuaciones solidarias para combatir desequilibrios territoriales. 

 

Pretender a estas alturas que revierta el proceso de urbanización de la población, parar su progresiva concentración en las ciudades, puede ser un esfuerzo tan inútil como querer negar la ley de la gravitación universal.

Julio Vinuesa  


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