jueves, 29 de enero de 2015

MEGAPROYECTOS INÚTILES: DESPILFARRO PÚBLICO Y LUCRO PRIVADO

José Segovia Pérez
Filósofo y escritor

Los organizadores de este curso señalan sus objetivos con mucha precisión.
“Las grandes infraestructuras y los equipamientos sobredimensionados e infructuosos son otra de las caras del modelo urbanístico despilfarrador de territorio y de todo tipo de recursos. Los poderes públicos han actuado animados por el “enriquecimiento” de las arcas públicas que estaba produciendo el boom, guiados por unas políticas irresponsables de “venta de falsas necesidades” y en un clima de estéril competencia interterritorial. Y todo ello ante la mirada complaciente del conjunto de la sociedad”.
La megamáquina

En la historia de la humanidad, los megaproyectos comienzan con lo que Lewis Mumford llama la Megamáquina[1]. Denuncia la cosificación de la persona a manos del imperativo tecnológico (Todo lo que puede hacerse debe hacerse):
“Con esta nueva «megatécnica» la minoría dominante creará una estructura uniforme, omniabarcante y superplanetaria diseña­da para operar de forma automática. En vez de obrar como una personalidad autónoma y activa, el hombre se convertirá en un animal pasivo y sin objetivos propios, en una especie de animal condicio­nado por las máquinas, cuyas funciones específicas (tal como los técnicos interpretan ahora el papel del hombre) nutrirán dicha má­quina o serán estrictamente limitadas y controladas en provecho de determinadas organizaciones colectivas y despersonalizadas”[2]. 
Además de que este texto recuerda el lema de la Exposición Universal de Chicago de 1932 (“La ciencia descubre, la industria aplica, el hombre se somete”), lo que desvela Lewis Mumford es que la estructura de las sociedades autoritarias es siempre la misma y se repite en las culturas y las civilizaciones, aunque no solo en ellas. 

La debilidad democrática de una sociedad se manifiesta en la falta de control de sus instituciones hacia los que violan los principios básicos de la democracia ciudadana: corruptos, antidemócratas, etc. Aún más debilidad manifiestan las sociedades que recurren a legislaciones muy duras contra los derechos elementales de los ciudadanos so pretexto de salvaguardar la legitimidad democrática. Mientras en Atenas no había una policía política contra los enemigos de la democracia, en Esparta esa policía era poderosa en su celo de guardiana de la dictadura espartana. Cuanto más débil es la democracia en una sociedad más primacía tiene la seguridad sobre la libertad.
Mumford aclara que la máquina no nace en el s. XVIII sino desde el comienzo de la civilización: 
“El estudio de la Era de las Pirámides que llevé a cabo como preparación de La ciudad en la historia me reveló de forma impre­vista que entre las primeras civilizaciones autoritarias del Próximo Oriente y la nuestra hay un estrecho paralelismo, pese a que la mayoría de nuestros contemporáneos siguen considerando la técnica moderna no solo como punto culminante de la evolución intelectual del hombre, sino como fenómeno totalmente nuevo. Muy al contrario, descubrí que lo que los economistas denominan últimamente la «Era del Maquinismo», o la «Era de la Energía», se originó, no en la llamada «revolución industrial» del siglo XVIII, sino desde el principio mismo de la civilización, en la organiza­ción de una máquina arquetípica, compuesta de partes humanas”[3].
La inquebrantable obcecación humana nos lleva a la convicción de que en aquellas monarquías sacerdotales y divinas el objetivo de sus Pirámides, primeras “megamáquinas”, y el objetivo del moderno aeropuerto de peatones de Castellón es el mismo. Se ha pasado de la tumba del abuelo al aeropuerto del abuelo. Los intereses de la colectividad, sus necesidades, se ignoran para satisfacer las ansias de poder de las oligarquías.

Es cierto que hay megamáquinas que nos reconcilian con nuestra especie. La visita al CERN en Ginebra es un ejemplo de ello: nos muestra la dignidad a que puede elevarse nuestra mente, junto con el inusitado descubrimiento de que la técnica puede ser bella.

Pero intentos estúpidos los ha habido siempre en el mundo y también en España: nuestra historia reciente, llena de aeropuertos sin aviones, estaciones de tren sin trenes, polideportivos sin actividad deportiva, tiene precedentes notables; por ejemplo, los proyectos de los arbitristas españoles del siglo XVIII (el canal que atraviesa España en aspa de Finisterre a Gata y de Creus a San Vicente y la hace navegable…).

En aquella época, la precaria situación de la hacienda española hizo proliferar planes y ”memoriales” de los llamados “arbitristas” que no eran más que proyectos fantásticos y quiméricos presentados como la auténtica solución de los problemas económicos de España. Campomanes y Cadarso [cf., por ejemplo, Cartas Marruecas, carta XXXIV], fueron feroces críticos de estos proyectos.

En la actualidad el despilfarro en España, debido fundamentalmente a la ausencia de control social y político y a la falta de participación de los ciudadanos en la cosa pública, es notable y exasperante.

En relación con asuntos como estos, Thomas Piketty denuncia una de las falacias que siempre ha defendido el ultraliberalismo: 
“El avance hacia la racionalidad técnica conduciría mecánicamente al triunfo del capital humano sobre el capital financiero e inmobiliario, de los ejecutivos merecedores sobre los accionistas barrigudos, de la competencia sobre el nepotismo. Así, las desigualdades se volverían naturalmente más meritocráticas y menos determinadas (si no es que de menor nivel) a lo largo de la historia: en cierta manera, la racionalidad eco­nómica resultaría mecánicamente en la racionalidad democrática” [4].
Esta es otra forma de explicitar la vinculación del sistema de ciencia y tecnología con el capitalismo y convertir dicho sistema en uno de los tres elementos básicos de su ideología, tal como denunciara Habermas[5]. Los otros dos elementos son los presuntos axiomas de que el mercado se autorregula y que el único fin de la economía es producir beneficios al capital.

Pero esa afirmación de que, espontáneamente, la racionalidad técnica llevaría al equilibrio social es en buena medida una ilusión, como la afirmación de que el mercado se “autorregula”, porque de vez en cuando tenemos que acudir a salvar a los defensores de esa autorregulación con cientos de miles de millones de euros que les regalamos masoquistamente. En realidad,
“la fuerza principal que lleva a la igualación de las condiciones de vida es la difusión de los conocimientos y las cualificaciones”[6].
En último término, la única posibilidad de introducir orden y racionalidad en el caos actual que solo nos produce melancolía y desesperanza, sería volver a introducir en la política la idea de que su objeto solo es satisfacer las necesidades humanas.

La satisfacción de las necesidades humanas.

La mejora del bienestar humano se ha conseguido sólo en parte. La parte de la población mundial que vive en la pobreza absoluta había disminuido algo, pero la crisis de 2008 ha acentuado el enriquecimiento de los ricos y el empobrecimiento de los pobres, haciendo aún más hiriente la sociedad dual que con tanto éxito persiguieron y lograron las políticas económicas ultraliberales de Reagan y Thatcher. Deslocalización de las empresas, precarización del empleo, financiarización de la economía.

El fin de la “polis”, es decir, del Estado democrático, desde Aristóteles, no es otro que el bien común. Por tanto, cualquier programa de gobierno debería elaborarse con la única referencia del catálogo de necesidades humanas aún no satisfechas. Sería una reformulación de la Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, tal como lo hacen Doyal y Gough[7].

En el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) se consideran como necesidades humanas primordiales la educación básica, la atención médica primaria, el agua potable, la higiene adecuada, la planificación familiar y los programas de nutrición. El PNUD estima que s0lo una pequeña parte de los presupuestos para el desarrollo se invierten en este tipo de programas[8].

Probablemente una lección de esta enésima crisis capitalista sea el haber podido tomar conciencia del despilfarro, de la situación de desgarro de la Tierra en cuanto a sus recursos naturales y la profundidad de la fractura social que la creciente desigualdad está produciendo en nuestra especie.

De la primera violación de la Tierra, la que supuso el robo del fuego a los dioses por Prometeo, a esta última violación de la Tierra que comienza con la revolución industrial del XVIII y aún no ha acabado, sino que continua con el “fracking” en busca de petróleo o la inútil apertura de la bolsa de agua subterránea prehistórica de la Antártida, la estúpida – en sentido einsteiniano – aventura consumista de nuestra especie no ha terminado. Los recursos de la Tierra, con el nivel de vida de EEUU dan para 2.500 millones de habitantes y somos más de 7.000 millones… 

El mundo sigue desajustado, sobre todo por la irracionalidad del imperativo tecnológico – todo lo que puede hacerse puede hacerse - y el incremento de la desigualdad entre las personas.

La producción de bienes, en el ámbito de la tecnología se rige por principios no escritos pero de una tiranía comercial absoluta: la redundancia tecnológica (el excedente tecnológico o el exceso tecnológico), es decir, la sobredimensión de una prestaciones irrelevantes que solo se usan en un 20 0 30 % y la obsolescencia programada, es decir, la duración limitada de un aparato: lavadoras, calderas de gas o frigoríficos que duran 8 o 10 años, baterías de coche que duran de dos a cuatro años… Los aparatos ya no se reparan, se sustituyen directamente, y así sucesivamente.

Hay que obligar a la política a que no gaste en consumo sino que invierta en investigación científica y educación. Pondré solo un ejemplo ensordecedor: Las últimas cifras de que disponemos dicen que mantener un preso en la cárcel nos cuesta 20.000 euros al año. Un puesto escolar en la Educación secundaria está en torno a los 6.000. La educación infantil, entre 0 y 6 años, no es en España, escandalosamente, ni obligatoria ni gratuita. Sin embargo en esa etapa, en el acceso a los códigos de representación del mundo, es donde se generan las desigualdades sociales, es decir casi todas, porque no están vinculadas a alteraciones del código genético. ¿cómo es posible que ningún poder público sea consciente de esta aberración y no se ponga remedio?

Hay una profunda equivalencia entre el axioma liberal de que “el mercado se autorregula” en el seno de la actividad económica y la afirmación tecnocrática del imperativo tecnológico de que “lo que puede hacerse debe hacerse”.

No es verdad que la economía sea “autónoma”, es decir al margen de las decisiones éticas y políticas, como el sistema de ciencia y tecnología tampoco lo es. Ambas “se determinan socialmente”. La percepción de la desigualdad es política y su solución también.

29-1-2015, José Segovia.
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[1] Mumford ha recopilado sus escritos acerca de la máquina en la historia humana en sus tres últimas obras: El mito de la máquina (Técnica y evolución humana), Pepitas de calabaza, Logroño, 2010; El Pentágono del poder (El mito de la máquina dos), Pepitas de calabaza, Logroño, 2011; La ciudad en la historia, Pepitas de calabaza, Logroño, 2012.
[2] Mumford, Lewis, El mito de la máquina (Técnica y evolución humana), Pepitas de calabaza, Logroño, 2010, pág. 10.
[3] Íb., pág 23.
[4] Piketty, Thomas, El capital en el siglo XXI, F.C.E., Madrid, 2014, pág. 37.
[5] Habermas, Jurgen, Ciencia y técnica como ideología, Tecnológicos, Madrid, 1986.
[6] Piketty, Thomas, op. cit., pág. 38.
[7] Doyal, Len, y Gough, Ian, Teoría de las necesidades humanas, FUHEM, Madrid, 1994
[8] Íb., pág. 292.

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